15 octubre 2005

El pasado

Se fue de noche, la estación estaba vacía y el eco de sus pasos se escuchaba por doquier como un misterioso y terrible reloj que contaban los segundos que faltaban para que llegara el tren. Sacó boleto de ida y no de vuelta. Subió al vagón despoblado y miró para todos lados a para resguardarse de miradas curiosas. Vacío, silencio y más soledad. Jamás pensó en volver, nunca fue su intención. Sabía muy bien lo que hacía, o al menos tenía esa convicción.
Cuando llegó a su destino se enfrentó con su nueva realidad, totalmente indefinida. No era nadie y podía empezar de cero nuevamente. Su pasado era algo ajeno, había renacido, era un nuevo hombre. Con sentimientos de extrañeza y emoción extrema, su cabeza era un torbellino de emociones y pensamientos. Empezó a realizar los primeros pasos de su plan. Se cambió el nombre, se dejó crecer el bigote, cambió de vestimenta, y hasta comenzó a hacer las cosas que antes no se animaba a hacer. Al poco tiempo consiguió un trabajo en el periódico local redactando unas pequeñas notas sobre asuntos que a nadie le importaban. Al menos le era suficiente para mantenerse, más adelante intentaría algo mejor. El tiempo fue pasando y su pasado le era cada vez más lejano, pero tenía una presencia molesta, constante aunque levemente notoria. Se hacía especialmente fuerte en esa fecha. Ese día los fantasmas de aquella vida venían a martirizarlo, le traían un pesar inquebrantable en el alma al tal punto que lo hacían recluirse en su pobre alcoba, llena de desorden y suciedad. Ese día no salía a la calle a encontrarse con sus conocidos. En día laboral acusaba estar enfermo, si había un evento encontraba la manera de no asistir. Se encerraba bajo llave y muchas veces rompía en llanto, desconsolante, desgarrante, desquiciado. Iba volviendo más de piedra su corazón y conciencia. Luego el día pasaba, pasaba la noche y el amanecer traía esa frescura de la nueva vida, la esperanza y el optimismo que hacían olvidar lo sufrido.
Los años siguieron pasando, fue olvidando de a poco, superando miedos, rencores y pesadillas hasta el punto en que su pesar desapareció. Ni un solo remanente de lo que fue, ni un vestigio de ese amargo sentimiento. Había quedado enterrado. Ya era un nuevo hombre perfeccionado. Su vida empezó a repuntar, sus relaciones a crecer y a madurar. Aprendió a amar nuevamente, supo de romances, cosas fugaces, hasta que conoció a María. Ella era para él un divertimento, era alegre, bonita y una muy buena compañera. Encontró en ella una satisfacción que no había sabido tener otrora.
Los años fluyeron, y no vinieron solos. Luego de convivir con ella un tiempo, concibió un hijo. Crecía sano, se lo veía alegre y feliz, muy astuto para los juegos y con cara de pícaro. De cabellos rubios como su madre, boca pequeña como su padre y la inocencia digna de un niño.
Llegó su cumpleaños número 10. Invitaron a amigos, amigas, compañeros del colegio, el ambiente era amigable, jovial y de fiesta. Tenía puesto los zapatos que le habían regalado, enseñaba a sus amigos sus nuevos juguetes y se paseaba por el jardín orgulloso de su decena recién cumplida. Como padre de la casa él se encargaba de atender a los invitados, entretenerlos con alguna anécdota graciosa y relatando la historia de cuando a su hijo le había crecido su primer diente, o la primera vez que pateó una pelota de fútbol. Entró a la casa a buscar más vino para sus amigos que lo reclamaban. Cuando atravesaba la puerta su hijo lo miró a los ojos y le preguntó en ese tono angelical que suelen poseer:
- ¿A dónde vas papá?
Silencio de respuesta. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo desde la nuca hasta la punta de los pies. Lo vio en su cara. El recuerdo vino a atormentarlo en esa fecha. Se quedó helado, no supo que decir, su corazón empezó a agitarse con violencia, su cabeza no podía hacer más que pasarle una y otra vez la misma imagen. La misma visión que había tenido ese día fatal antes de partir en la puerta de su casa. Su hijo le había hecho la misma pregunta desde el atrio de piso marmolado, parado al pie de la escalera con la misma cara de preocupación y llena de interrogantes. Esa cara que no había vuelto a ver, y no quería recordar. Esa que tanto dolor le provocó abandonar. Esa por la cual habría hecho cosas impensables, que por cobardía y egoísmo no supo soportar en su cabeza. Que con tantos años de sufrimiento había logrado erradicar de su memoria, para crear una tranquilidad de conciencia ficticia. Venía a atormentarlo desde el pasado, hacerle surgir todo el remordimiento aplastante, denigrante, insoportable.
Cruzó el umbral, cerró la puerta detrás de él, se dirigió derecho a su cuarto con una lágrima en la mejilla, en el primer cajón del armario, levantó el frío y cruel metal. Sin pensarlo lo metió en su boca y apretó el gatillo. Dejó su vida desparramada en la pared. Acabó con años de sufrimiento, de pesadillas y culpas.

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