
Nadie había notado su partida en las primeras horas de la mañana. Nadie nunca notaba lo que él hacía. Se percataron de su ausencia cuando durante la noche se empezaron a escuchar las bocinas de los barcos que regularmente pasaban por el estrecho formado entre su pequeña isla y el continente. Fue en ese momento, que colisionaban dos cargueros y las llamas se elevaban por el cielo negro de la noche, que fueron notificados de la falta de luz en el faro. No estaban preparados para semejante accidente. Transcurrieron unas cuantas horas hasta que lograron hacer andar la luz del faro. Recién ahí pudieron salir a rescatar a los tripulantes de los cargueros. Ya con todos en tierra y a salvo pudieron sentarse a pensar qué había pasado. Salieron en busca del responsable. Por supuesto que no lo encontraron en todo el pueblo. No estaba en su casa, no estaba cerca del faro. La mayoría de sus cosas estaban ahí esperándolo. Pareciera como si la tierra se lo hubiera tragado. Les tomó un par de días descubrir que se había marchado sin aviso y sin mención de a dónde. Pensaron en la posibilidad de un suicidio, en un accidente con las furiosas aguas y cualquier tipo de muertes extrañas. Las especulaciones cesaron cuando encontraron su bote de remos en el puerto y con una carta corta y con letra clara que decía:
“No me extrañen, yo no los voy a extrañar”.
No había razones ni excusas, solo una despedida breve y simple digna de su carácter esquivo y osco. Enseguida todos supieron que nunca más lo volverían a ver. Rápidamente consiguieron alguien que ocupe su lugar y todo siguió en la isla como si nada hubiese pasado.
Mientras tanto, el fugitivo disfrutaba de su libertad y nueva vida sentado entre un montón de gente en un banco de la plaza mientras vendía sus artesanías. Aquel libro de Kerouak si que le había pegado duro.
1 comentario:
Te admiro por volver a las andanzas, a ver si me contagias un poco.
Publicar un comentario